jueves, 24 de febrero de 2011

Sobre la filosofía (II)

En su República (politeia), la obra en la que nos habla acerca de los dioses de la ciudad, Platón le imponía a los filósofos la obligación de gobernar, pues serían los únicos con la formación necesaria para ejercer la política con competencia. Y dado que sería la comunidad la que habría invertido los recursos y asumido los riesgos del proceso de formación de los filósofos, estaría justificado que a cambio se les exigiera dicho compromiso profesional. La filosofía, como saber preparatorio para el ejercicio competente de la política, permitiría al filósofo conocer, no sólo qué es lo mejor para la sociedad, sino el modo de conseguirlo. Del mismo modo que un ciudadano cualquiera no está preparado para ejercer la abogacía si no supera un largo y exigente proceso de formación en derecho, no está asimismo preparado para ejercer la política si no recibe la conveniente educación filosófica. Como Sócrates había puesto de manifiesto, la persona común maneja su vida sobre una serie de creencias asumidas sin crítica. Estas creencias generalmente son equivocadas y es necesario un riguroso escrutinio filosófico para desvelar el elevado nivel de ignorancia en que el común de los ciudadanos se encuentra. En consecuencia, el ciudadano medio no está capacitado para razonar sobre asuntos políticos ni para desarrollar las prácticas que conducen al bien común. Por tanto, es evidente que la sociedad debe dotarse de las instituciones necesarias para garantizar una adecuada educación filosófica a un número suficiente de individuos, pues sólo de ese modo podrá disponer de un cuerpo de gobernantes cualificado para dirigir la sociedad hacia dicho bien común. Asimismo, dado que sería la sociedad la que invertiría recursos en el mantenimiento de estas instituciones, estaría justificado que la gente confiara en los dirigentes de los que se ha dotado, no interfiriendo más allá de lo necesario en el proceso de gobierno. Por último, habría que tener en cuenta que la actividad política no es una actividad productiva, es decir, que no produce un aumento de la riqueza material, al menos directamente. No obstante, un gobierno ejercido de modo competente sería tal que la sociedad obtendría algún tipo de beneficio, pues conduciría al bien común, que de otro modo no se alcanzaría. Así pues, dado que el conjunto de instituciones educativas y políticas, y sus integrantes, reportarían a la comunidad un imprescindible beneficio, estaría justificado que dichas instituciones y dirigentes fuesen sufragados mediante el producto del trabajo del resto de la sociedad. El coste social de la filosofía estaría justificado.

martes, 15 de febrero de 2011

Sobre la filosofía (I)

En nuestros días, es habitual que al estudiante de filosofía o humanidades se le pregunte para qué estudia aquello. Es una pregunta que se acostumbra a responder generalmente de dos diversos modos. En uno de ellos la cuestión tiende a ser rechazada, bien porque se entiende como irrelevante, o bien porque se interpreta como procedente de una perspectiva que no es adecuada para la cuestión. En el otro de los modos, la pregunta tiende a responderse apelando a alguna aspiración laboral, como la de ejercer la docencia de la filosofía, o cualquier otra posibilidad. Evidentemente, ninguna de estas dos vías constituye la atribución de una utilidad social a la filosofía, no obstante lo cual, estudiar una carrera humanística para ser profesor -o cualquiera de las otras opciones a su alcance- es una posibilidad laboral que pese a encajar como respuesta cotidiana a la pregunta, plantea para el gobernante una cuestión en parte política y en parte económica. La parte política de la cuestión responde a la función social que cumplan dichas disciplinas y/o aquellos que las dominan, y la parte económica responde a la relación que haya entre su coste de mantenimiento y su función o rentabilidad social. La cuestión se plantea del mismo modo para cualquier disciplina o carrera universitaria, pero, al contrario que aquí, allí la relación entre función social y rentabilidad está mediada por el hecho de que cualquier disciplina técnica tiene una obvia aplicación económica, lo cuál al asimilarse a su función social, despeja toda duda sobre la posibilidad de que esté social y económicamente justificada su manutención mediante dinero público, con lo que la única cuestión pertinente que queda es la de optimizar los recursos destinados a dichas disciplinas. En otras palabras, la inversión y el gasto que requieren las infraestructuras y sistemas docentes necesarios para la formación de, por ejemplo, ingenieros industriales, está justificada porque dichos ingenieros, una vez concluido su período formativo, presumiblemente trabajarán para mejorar la productividad del tejido empresarial de una sociedad, y con ello, aumentarán la riqueza material de la misma. Del mismo modo que se considera justificado que una empresa invierta en maquinaria, estará justificado que una comunidad invierta en ingenieros, y del mismo modo que una empresa trata de optimizar la rentabilidad de sus inversiones, el buen gobernante tratará de maximizar el beneficio de sus instituciones educativas. Por último, la función social de dichas instituciones y de los titulados universitarios que de ellas procedan, como se sigue del análisis expuesto, consistirá en contribuir al crecimiento económico de la sociedad, y con ello, quedará justificada socialmente la manutención mediante el producto del trabajo del resto de la sociedad de todo el aparato educativo conducente a formar ingenieros competentes. En nuestros días, el coste social de la ingeniería está claramente justificado.